En defensa del llanto
Llorar es una reacción instintiva del cuerpo. Una necesidad que surge en respuestas a diversas emociones; desde el dolor físico, el miedo, la tristeza hasta la emoción de contemplar algo bello, que te conmueve por dentro.
“Niño, no llores” puede parecer una frase totalmente legítima a ojos de aquellos que la hemos escuchado en incontables ocasiones.
Menos verosímiles nos parecerían un “niño, que no te duela” o un “niño, deja de estar triste”. Si el niño pudiera elegir no sentir dolor o erradicar su tristeza para siempre, ¿a caso no lo haría?
Pero no puede.
No podemos.
Por contra, sí que puede elegir no llorar. Si se lo dice su fuente de sustento y verdad, que son sus padres, sin duda lo hará.
Bajo esa capa densa capa de “no llores” sepultamos entonces la capacidad de sentir la tristeza, el dolor, que se anquilosan en nuestros adentros.
Pero la sepultura del llanto no solo se lleva consigo la capacidad de experimentar abiertamente y sin juicios estas emociones; se hace más difícil emocionarse con lo bello o dar rienda suelta a la alegría.
Las emociones son breves; el llanto es un vehículo perfecto para transicionar entre estado emocionales.
Por eso llora, llora siempre que lo necesites.